lunes, julio 25, 2005

La primer naturaleza del cácaro

Crónica de Un coito interrumpido (en sentido figurado y con tono noir)

La noche era lluviosa.
Sábado, ocho menos veinte.
Demasiado café y un pequeño trabajo aceptado con reticencia empezaban a alterar mis nervios un poco. El horario de internet marcaba el inicio de la proyección a las ocho en punto y mi cliente no mostraba ganas evidentes de abandonar el estudio.
Un mensaje SMS recibido a las ocho menos diez me anunciaba que de un momento a otro alguien pasaría por mi, al alzar la vista me encontré con la cara plácida y beatífica de mi cliente bebiéndose en ralentí la cerveza que sacó del frigo, lo tomé como un signo de mala suerte.
Un par de formulas demasiado tajantes me lograron sacar del estudio, el auto me esperaba aparcado en batería en la diminuta calle donde se encuentra mi casa-estudio.
Cierro la puerta del auto, lluvia de reproches cae sobre mi cabeza.
Los pronosticos no eran nada tranquilizadores; segundo día de estreno, uno de los blockbusters de temporada, vacaciones.
Al llegar al cine mis acompañantes y yo decidimos separarnos, A se queda en el estacionamiento buscando lugar, B y yo vamos a por los boletos.
Avanzando por las escaleras mecánicas atestadas de paseantes sabatinos, una nube negra de mala suerte comenzó a desplegar sus jirones sobre nosotros. Podía imaginarme el cuadro perfectamente, la consabida adolescente con cara de frustración y ganas de botarlo todo a la mierda nos espetaría una de sus frases favoritas: "Lo siento ya no hay boletos para esa función".
Ya en la taquilla opté por aguantar la respiración y pedir los boletos sin siquiera mirar al cajero, escruto su rostro iluminado por la pantalla que en ese momento está consultando y una vez más en ralentí me mira a los ojos: son ciento cuarenta y seis pesos.
Sobre la platina desliza tres boletos para nuestra función.
Interior de la sala de cine, momento climático. Hartigan le está propinando una paliza al Yellow Bastard tan brutal que seguramente la recordará en su próxima vida.
De repente la acción comienza a congelarse de una manera funestamente sospechosa. Se detiene por completo, Hartigan está a punto de estrellar la cabeza de su némesis contra el piso.
El cuerpo de Hartigan empieza a derretirse, y con él todo el fondo del cobertizo en el que se hallan. Blanco total.
Se prenden las luces y un chico con severos problemas de acné entra caminando muy lentamente al lugar, que para entonces es un mar de silbidos.
Duda. Mira hacia las butacas como si estuviera buscando a su madre, finalmente se decide y comienza a hablar con un silbido demasiado tímido para ser voz:
– Buenas noches. Este, pues hemos tenido un percance con la película y tardará unos minutos en volver la proyección.
El desgraciado duda un segundo… se aclara la voz y remata:
– Los que quieran esperar pueden hacerlo aquí dentro, y también podemos…
Uno del público, furioso arremete:
– ¿Y si no queremos?
– Bueno, p-pues… puede pasar con nosotros y-y le daremos un pase de cortesía para que venga otro día.
Murmullos generales.
Una rápida consulta con mis acompañantes arrojó el consenso de que nos quedaríamos, sin embargo ciertas dudas sobre la capacidad técnica necesaria para reparar el rollo que se quemó, nos hicieron discutir durante un buen rato la situación.
El sistema de audio de la sala empieza a regurgitar música barata.
En algún punto de esa eterna espera me puse a pensar: ¿que diría Robert Rodríguez si estuviera en esta sala?, ¿los jóvenes cácaros estarán conscientes de cuanto puede costar una copia de 35 mm.? ¿Qué clase de actividad realizada en el interior de la cabina les impide estar al pendiente de la proyección?, ¿Acaso leerán un libro mientras proyectan ad nauseam?
Hasta pensé en un buen personaje de Woody Allen:
Adam. Un proyeccionista judío con problemas de acné que se la pasa leyendo poemas de Ezra Pound y se le queman las películas…
Pero no. No creo que sea el caso.
Tres intentos fallidos que solo lograron avanzar más la película sin poder verla. La gente sale por montones. Las luces se apagan por fin, se reanuda la proyección justo en el momento en el que las manos de Hartigan teñidas de sangre amarilla golpean algo que cruje fuera de cuadro de una manera acojonante, cinco minutos después termina la película.
Un jodido y auténtico Coitus interruptus.
Odio a los cácaros, maldita sea su estirpe.